Compromiso con la verdad F. Savater. El Pais 20 de agosto de 2011
Esto no es con-memoria
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 24/4/12
Que el régimen franquista se construyera una historia manipulada y sectaria es hasta comprensible. ¿Cómo, si no, podría intentar legitimarse? Pero que en un régimen democrático se haga lo mismo es algo incomprensible
En 1937 hubo muchos muertos inocentes en Vizcaya, la mayoría de ellos causados por los brutales bombardeos de la aviación franquista sobre villas indefensas como Durango y Gernika. También hubo muertos inocentes (víctimas, las llamaríamos hoy), en los primeros días de aquel año en la villa de Bilbao, cuando la aviación de Mola bombardeó la villa y causo la muerte a seis civiles. Pero también cuando, a renglón seguido, los vecinos y las tropas socialistas en ella acantonadas se dirigieron a las cárceles habilitadas de Ángeles Custodios, El Carmelo, Casa Galera y Larrinaga y masacraron a más de doscientos civiles allí detenidos. Una forma de exterminar que se había puesto ya en práctica los meses de septiembre y octubre de 1936, cuando se asaltaron los barcos-prisión en la ría a la altura de Erandio y se asesinó por decenas a los civiles presos en el ‘Altuna Mendi’ y el ‘Cabo Quilates’, esta vez con la eficaz colaboración de la dotación republicana del acorazado ‘Jaime I’ surto en el puerto por aquellas fechas.
Muchos muertos inocentes ayer y, sin embargo, una sola memoria oficial y hegemónica hoy: la de Gernika. Una memoria sectaria, no por falsa, sino por amputada, no por lo que cuenta sino por lo que calla. Una memoria oficial que es indigna de una democracia.
El régimen franquista usó y abusó del recuerdo de las matanzas de los barcos-prisión y de las cárceles de Bilbao. Persiguió con saña a cualquiera que hubiera estado relacionado con ellas y exhibió a los muertos como mito de justificación propia y como estigma indeleble de los rojo-separatistas. Al tiempo que se prohibía mencionar lo de Gernika, o se creaban versiones falsas sobre su destrucción. Un tiempo de memoria sectaria, al servicio de la causa nacionalcatólica. Cuarenta años durante los cuales el pasado estaba amputado de lo que no convenía al régimen político.
La llegada de la democracia trajo consigo, era obligado, la recuperación de la memoria de los muertos del bando leal a la República. Gernika, que fue desde un primer momento utilizada como símbolo del horror por los gobernantes republicanos, se convirtió en el referente universal de la condena del franquismo y sus aliados. Era justo que así fuera.
Pero en pocos años sucedió algo repugnante: que de nuevo se amputó la memoria. Que la Gernika omnipresente sirvió para ocultar los barcos y las cárceles, que unos muertos inocentes fueron utilizados para esconder a otros que no lo eran menos, que una brutalidad tapó a la otra. Y no se trata de hacer equilibrismo con la Guerra Civil y repartir responsabilidades como si no hubieran sido los militares los que la desencadenaron. No se trata de equidistancia, sino de memoria del horror, y el horror no está bien recordado si se reduce al fragmento que conviene al poder de cada momento.
Que el régimen franquista se construyera una historia manipulada y sectaria es hasta comprensible; un sistema basado en la brutalidad y la represión tiene por fuerza que ir acompañado de una violación sistemática de la verdad histórica. ¿Cómo, si no, podría intentar legitimarse? Pero que en un régimen democrático se haga lo mismo es algo incomprensible.
Estremece escuchar hoy, como se escucha frecuentemente, que se trata sólo de una especie de ley de la compensación histórica, según la cual los muertos inocentes de la derecha española ya recibieron durante treinta años su cuota de memoria y recuerdo, luego ahora toca dar todo el recuerdo a los otros muertos. Estremece porque proclama una especie de naturalidad del sectarismo incluso en cuestiones que afectan a la dignidad humana. Y estremece porque, al final, viene a equiparar al régimen democrático con el régimen franquista: si ellos manipularon la historia, nosotros la manipulamos al revés, pero ambos manipulamos, por los mismos intereses sectarios de construir una historia a la medida de nuestra conveniencia actual. Pero si en algo se diferencia la democracia del autoritarismo es que en ella caben todas las historias, no sólo las que convienen al gobernante de turno.
Naturalmente que los hechos no son iguales, claro que no es lo mismo la destrucción sistemática y fríamente planeada de una ciudad y la matanza llevada cabo en el calor de unos bombardeos. Claro que no son lo mismo un bando y otro. Y así todos los ‘claros’ que se quieran poner. Pero la muerte del niño en Gernika es igual de injusta y lamentable que la del sacerdote de Bilbao, ni más ni menos. Y el fusilamiento nocturno de García Lorca es igual de injusto y repugnante que haber colgado de una grúa hasta la muerte a Gregorio Balparda. Setenta años después, en nuestro recuerdo democrático tienen que entrar ambas muertes, por eso lo llamamos ‘con-memoración’. Y si no, ni es memoria ni es democrática. Es sectarismo, por mucho que disfrazado de memoria políticamente correcta.
"el Estado de Derecho no consiste en que todos los ciudadanos nos amemos, o seamos amigos, o experimentemos simpatía por los demás. Eso no sería un Estado de Derecho, eso sería el cielo. En una sociedad democráticamente ordenada no se espera de los ciudadanos que se estimen o se quieran, eso es cosa suya, sólo se espera -y se exige- que se respeten entre sí sus mutuos derechos."22.06.2011 -J.M. RUIZ SOROA
" No concierne al Estado, ni entrometerse en el modo de representar a Sófocles, ni asesorar a una autoridad religiosa acerca de cuáles sean las revestiduras que se adecúen mejor al rito." Gabriel Albiac en ABC
A pesar de Google seguimos sometidos al inconveniente de enfrentarnos a gentes que usan los hechos como si fueran opiniones. Y de tener que llevar todo el día la Enciclopedia Británica bajo el brazo Así está el tema." del blog de Santiago Gonzalez
El_anarquismo-sin_etiquetas_de_Diego_Abad_de_Santillan.pdf
El arte de desagradar
FERNANDO SAVATER
José Lázaro
JOSÉ ANTONIO PARRO
La Verdad (creer), suele hacer a muchas personas felices a otras sectarias y algunas totalitarias, pero lo que nos puede hacer libres no es la VERDAD si no el conocimiento de los hechos y esto no siempre es grato.
"los que nos avergüenzan nunca son quienes no
piensan como nosotros, sino los que supuestamente piensan como uno"
"¿A qué Dios rezan los pederastas? ¿A qué partidos votan los maltratadores? ¿A
qué patria traicionan los corruptos? Ninguna persona es mejor que otra por su
nacionalidad, su religión o su ideología"
"nadie podrá convencerme de que la militancia en un partido, la creencia en
determinada religión o la asunción de cierta identidad nacional, garantiza la
excelencia de los individuos"
«La Historia se equivoca con frecuencia; pero nuestra cobardía de hombres mortales nos lleva siempre a explicar doctamente por qué fueron atinadas sus decisiones, por qué fue inevitable lo sucedido y por qué nuestros nobles sueños merecían irse al infierno».
Extractos de artículos de Joseba Arregui
Los sentimientos son posibles y merecen respeto si se someten a la ley, si aceptan su limitación, si hacen sitio a otros sentimientos, si no pretenden agotar, y ahogar, el todo del espacio público. Las identidades personales y colectivas tienen sitio en el espacio público de la democracia si cumplen las mismas condiciones: si se limitan y hacen sitio a otras identidades, si no quieren y no pretenden imponerse a todos los ciudadanos como obligatorias
Si los sentimientos están por encima de la ley, no hay política posible, no es posible la democracia
En democracia los símbolos pueden estar cargados emocionalmente y servir de mediación de sentimientos y de identidades. Pero su valor básico radica en su capacidad de representar valores constitucionales, valores de derecho y de legalidad, valores de ciudadanía, en definitiva, representar instituciones democráticas
¿Qué difícil resulta en la práctica hacer política desde el reconocimiento de ser sólo parte -partido político no significa otra cosa- desde el reconocimiento efectivo del pluralismo y no tenerse a uno mismo y a sus ideas por el todo, por la verdad definitiva de la sociedad entera!.
Democracia implica la posibilidad de acatar las leyes sin tener que creer en la verdad de cada una de ellas, sin tener que asumir que cada una de ellas es la verdad. Si en democracia es necesario respetar a las minorías, la razón no es simplemente la necesidad de ser tolerantes, sino la idea profunda de que las mayorías no hacen la verdad, y que por lo tanto ésta, en parte, puede estar en las minorías. Democracia implica tolerancia, pero no indiferencia. Tolerancia no es comportarse a partir del principio de que todo es igual, que cada uno haga lo que le dé la gana. Ese principio no equivale a tolerancia, sino a falta de respeto al otro, a la alteridad. Significa no tomar en serio al otro: no me importa ni lo que piensa, ni lo que haga, ni su forma de comportarse. Me da igual. Tolerancia, por el contrario, se adquiere cuando lo que el otro piensa, lo que el otro hace, su forma de comportarse me interpela, me hace dudar de mí mismo, me cuestiona en mis convicciones. Y sin embargo le tomo en serio, le respeto en todo aquello que, aunque me produzca dificultades, lo entiendo mientras no vaya en contra de los derechos humanos universales.
El arte de desagradar FERNANDO SAVATER
Kermit, la rana sabia de los teleñecos, cantaba una balada inolvidable: "No es tan fácil ser verde". Aunque más sencillo, también tiene su intríngulis que te pongan verde, es decir, practicar el arte de desagradar. Me refiero a quienes por una u otra vía hacemos públicas nuestras opiniones y tomas de posición en asuntos de interés general. Desde luego, está al alcance de cualquiera incomodar a los del equipo contrario, aquellos que al por mayor sostienen doctrinas opuestas a las de uno. Para eso están las banderías ideológicas, sin las cuales es difícil imaginar el funcionamiento social de la mente humana. Todos sentimos la necesidad de afiliarnos, mientras que el pensamiento propiamente dicho es un lujo dominical.
En cuanto se deja suelto a alguien, hará y pensará lo mismo que sus congéneres, sea la mayoría o un grupo significativo y próximo de ellos. Todos queremos ser de los nuestros. Por tanto, antes y por encima de prestar atención al capricho de los argumentos, pasamos lista a nuestras tropas. El que lleva colores contrarios se descalifica a sí mismo sin necesidad de examen demasiado riguroso de sus planteamientos (el cual en sí mismo es mal síntoma, indica tibieza o hasta un conato de traición). Cada cual busca cobijo bajo un estandarte, y la automática animadversión que despertamos en el que acampa bajo otro nos reconforta y consolida entre quienes nos acompañan.
A los unos les hacemos la higa, y a los otros, por ello mismo, un guiño de complicidad: así todo va bien. Aquéllos nos detestan, pero éstos nos envuelven en lo que el maligno Nietzsche llamaba el "calor de establo". Por duro que llueva, tenemos paraguas.
Mientras uno se atenga a este juego, no tiene demasiado que temer. Recuerden, por ejemplo, las columnas veraniegas de los periódicos, sobre todo las de tono humorístico: según el medio en que aparecen y la acrisolada idiosincrasia del autor, ya se sabe quiénes van a ser invariablemente los destinatarios de las bromas. El lector se relame al ir a leerlas, complacido de antemano, como cuando toma postura en su tumbona favorita. Por supuesto, no tengo nada contra esta forma de conformismo: como todo el mundo, soy conformista la mayor parte del tiempo.
Lo único malo del conformismo es que a veces decae y se transforma en resignación. Pero supongamos que cierto día, para evitar resignarnos, concebimos objeciones de bastante calado contra alguna posición o dictamen de nuestros correligionarios habituales. O, aún peor: imaginemos que eso nos ocurre a cada momento, incluso que llegamos a concebir como nuestra principal tarea enmendar lo que consideramos regular en lugar de complacernos en denunciar lo que nos parece malo. Entonces las cosas se complican, ay, se complican un montón.
Para empezar, uno descubre que a muchos les aburre o les desconcierta que les ofrezcan razones: se conforman nada más, pero tampoco nada menos, con que les den la razón. Y la mayoría sólo quiere saber si te pones a favor o en contra de su partido, no por qué. A fin de cuentas, pocos elaboran ideas, pero todos, todos toman partido. Se nota cuando le telefonean a uno desde algún medio de comunicación para preguntar si estás a favor o en contra de cualquier cosa.
Uno responde: "Pues sí (o no) porque...". Y en ese momento te dan las gracias y cuelgan. Lo único que interesa es si te inscribes en la columna de los fas o los nefas, el resto es encaje de bolillos. Además, las opiniones vienen en bloques: si perteneces a uno de ellos, tienes que asumirlas todas; si cuestionas una o varias, pasas inmediatamente al bloque opuesto; y si ahí te revuelves y pones aún más pegas, te zurran de los dos lados. De ahí que los inconformistas que acaban expulsados fuera de su área acaben convertidos, para hacer méritos, en los abogados más extremos de la causa opuesta.
Sobran ejemplos, porque a nadie le gusta la intemperie. Aunque también influye en estos giros copernicanos la fascinación muy española por la personalidad del gobernante de turno. Hace dos o tres años, amigos intelectualmente respetables se negaban a suscribir denuncias contra los abusos del nacionalismo vasco porque no soportaban darle en nada la razón al insufrible Aznar; ahora hay otros, no peores, dispuestos a descubrir rasgos ilustrados en Ratzinger y hasta en Rouco Varela con tal de fastidiar el anticlericalismo del inaguantable Zapatero.
Por cierto, la más inapelable condena de una opinión crítica es que nos señalen: "Dices lo mismo que los de Fulano". Más vale declarar que estamos en tinieblas a las doce del mediodía que coincidir en la celebración del sol con los enemigos sombríos...
Como es comprensible, ninguno de los que hacemos públicas nuestras opiniones en los medios de comunicación pretendemos desagradar urbi et orbi. Más bien lo contrario, pues a fin de cuentas -como los cocineros o las putas- vivimos de dar gusto a la clientela. De modo que el arte de desagradar es una habilidad involuntaria, un daño colateral producido por lo que Montaigne llamaría "un alma ondulante". Si, por poner un ejemplo que conozco, uno detesta mucho de lo que dicen y hacen las izquierdas, pero todo lo que la derecha representa..., es difícil hacerse amigos duraderos. De ahí que bastantes opten por un lenguaje enigmático, tras el que pueden avanzar enmascarados.
Como señaló George Orwell, "the great enemy of clear language is insincerity". Por eso me ha parecido siempre que la nitidez expresiva en la prensa (y también en medios académicos) no es una mera habilidad, ni siquiera esa forma de cortesía señalada por Ortega, sino ante todo síntoma de coraje y decencia. Tanto más cuando tenemos pruebas de que irritar a ciertos grupos sociales puede acarrear incomodidades más graves que los denuestos mediáticos de quienes ocupan trincheras opuestas. Y ello sin necesidad de remontarnos a regímenes políticos dictatoriales o a los procedimientos punitivos de los terroristas.
Conozco de primera mano el caso de un escritor, sin duda comprometido en la resistencia cívica contra ETA, que hizo público su razonado desacuerdo con la manifestación de junio convocada por la AVT y otros grupos, oponiéndose a la resolución del Parlamento a favor de hablar con la banda criminal en determinadas condiciones; pues bien, un par de días después una cadena de librerías por lo visto vinculadas a cierta organización religiosa devolvió al editor catalán más de siete mil ejemplares de su novela recién distribuida. Este tipo de fenómenos inculca apremiantemente prudencia en los díscolos más aturdidos... Hay gente, sin embargo, que sobrenada muy bien en este piélago de asechanzas. Por ejemplo: el pasado agosto tuvo lugar una mesa redondaen el principal hotel de San Sebastián sobre "Literatura y libertad" o algo semejante, que reunió al marroquí Alí Lmrabet, el cubano Raúl Rivero y el vasco Bernardo Atxaga.
Los casos de los dos primeros se parecen (censura, cárcel, exilio...), pero el tercero representa lo contrario de ellos: cortejado por nacionalistas y no nacionalistas, así como por periódicos habitualmente opuestos en todo lo demás, ha conseguido ser uno de los escritores que no tienen nada que temer en un país en el que tantos temen.
Pero allí estuvo tan cómodo entre los otros dos, repitiendo esa vieja bribonada de "la persecución a la cultura vasca", que para nada se refiere a lo ocurrido a Agustín Ibarrola y Raúl Guerra Garrido, junto a tantos periodistas y profesores exilados o eliminados, sino que protesta contra las actuaciones judiciales que desenmascaran a los que han pervertido a favor de la violencia la rentable panacea del euskera. ¡Qué bien se lo montan algunos!
Fingir o callarse son, obvio es decirlo, los mejores remedios contra esa vocación de desagradar que bien podría no ser realmente arte, sino enfermedad. Pero quizá precisamente tal dolencia constituya la mejor aportación que alguien con voz pública puede hacer en este panorama de férreas adhesiones inquebrantables en el que vivimos desde hace dos o tres años en España. Y prepárense para la rentrée, porque la última moda parece ser rememorar cada cual desde su orilla el cainismo de la guerra civil...
'el gobierno en un país libre es el gobierno de las leyes, no el gobierno de los hombres'. O, dicho de otra forma: que el que hace la ley no puede exceptuarse de su cumplimiento
Albert Boadella
es más fácil creer que replantearse la realidad
«Toda víctima debe ser compadecida, todo superviviente debe ser ayudado y compadecido, pero no siempre pueden ponerse como ejemplo sus conductas»
José Lázaro
"La democracia es ese raro sistema que permite a los individuos expresar opiniones en contra del sistema y a favor de otros sistemas que no les permitirían el menor asomo de disidencia" Elvira Lindo (teclear para leer articulo completo)
En memoria de Jorge Semprún
George Orwell quiso ser "un escritor político, dando el mismo peso a cada una de estas dos palabras". El placer de causar placer, es decir, la vocación de escribir, no anularía en él el interés político: la defensa de la justicia y la libertad. Pero aún menos se doblegaría a la manipulación política de la escritura: "El lenguaje político -y con variaciones esto es verdad en todos los partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas- está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato parezca respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento". Luchar contra la tergiversación y la máscara es la primera tarea del escritor político. Su credo empieza por el mandamiento que prohíbe mentir, aún antes del que prohíbe matar.
Por supuesto, la ficción no es una mentira -siempre que se presente sin ambigüedades como tal- sino otra vía de aproximación a la verdad amordazada: pero en cambio la oscuridad del estilo, apreciada por los estetas y por las mentes confusas que elogian en cuanto no entienden, ya es un comienzo de engaño. La precisión y la inteligibilidad tienen un componente técnico (que Orwell analiza en
La política y el lenguaje inglés) pero sobre todo son una decisión moral: "La gran enemiga del lenguaje claro es la insinceridad". También hace falta tener un ánimo poco sobrecogido, que no retroceda ante los anatemas de los guardianes de la ortodoxia ni ante la desaprobación hostil de los voceros de la heterodoxia: "Para escribir en un lenguaje claro y vigoroso hay que pensar sin miedo, y si se piensa sin miedo no se puede ser políticamente ortodoxo". Por supuesto, eso lleva a enfrentarse tanto con los partidarios a ultranza de lo establecido como con los ordenancistas de la subversión. Desde el frustrado viaje a Siracusa de Platón, la peor dolencia gremial de los intelectuales es no considerar poder legítimo más que el que parece instaurar las ideas que ellos comparten. Los demás son advenedizos o usurpadores. De aquí una gran dificultad para hacer digerir la democracia a quienes debieran argumentar en su defensa.George Orwell (como Chesterton, como cualquiera que no asume la mentalidad reptiliana del "amigo-enemigo" en el plano social) aceptó la paradoja y se autodenominó "anarquista conservador" o si se prefiere la versión de Jean-Claude Michéa, "anarquista
tory". Esto implica saber que "en todas las sociedades, la gente común debe vivir en cierto grado contra el orden existente". Pero también que las personas normales no aspiran al Reino de los Cielos ni a la perfección semejante a él sobre la tierra, sino a mejorar su condición de forma gradual y eficiente. Existe en la mayoría de las personas -y ésta es quizá la única concesión de Orwell a la peligrosa tentación de la utopía- una forma de common decency, una decencia común y corriente que consiste, según la glosa de Bruce Begout, en la facultad instintiva de percibir el bien y el mal, frente a cualquier forma de deducción trascendental a partir de un principio. Es lo que hace que, más allá de izquierdas y derechas, existan buenas personas en los dos campos o a caballo entre ambos. En cuanto prevalecen, el mundo mejora... Por cierto, siguiendo esta vena de benevolencia utopista, Orwell descubrió cuando estuvo en Cataluña durante la Guerra Civil que los españoles tenemos una dosis de decencia innata, tonificada por un anarquismo omnipresente, más alta de lo normal y gracias a lo cual nos salvaremos de los peores males...Es bien sabido que Orwell combatió el totalitarismo, tanto nazi como bolchevique, pero su compromiso político no fue meramente negativo ni maximalista. Por supuesto, apoyaba la democracia pese a sus imperfecciones y se revolvía contra quienes decían que era "más o menos lo mismo" o "igual de mala" que los regímenes totalitarios: según él, una estupidez tan grande como decir que tener sólo media barra de pan es lo mismo que no tener nada que comer. Consideraba que el capitalismo liberal en la forma que él conoció era insostenible, además de injusto, por lo que siempre apoyó el socialismo, cuyo proyecto constituía a sus ojos la combinación de la justicia con la libertad. Y ello pese a que quienes se autoproclaman socialistas no sean siempre precisamente dechados de virtud política: "Rechazar el socialismo porque muchos socialistas son individualmente lamentables sería tan absurdo como negarse a viajar en un tren cuando a uno le cae mal el revisor". Pensaba que la mayoría de las escuelas privadas de Inglaterra merecían ser suprimidas, porque sólo eran negocios rentables "gracias a la extendida idea de que hay algo malo en ser educados por la autoridad pública". Se oponía a los nacionalismos en cuanto tienen de beligerante, disgregador y ficticio (para cualquier extranjero, por ejemplo, un inglés es indiscernible de un escocés... ¡y hasta de un irlandés!) y defendía el patriotismo democrático, reclamando que se uniera de nuevo a la inteligencia que hoy le volvía la espalda. Se escandalizaba porque "Inglaterra fuese quizá el único gran país cuyos intelectuales están avergonzados de su propia nacionalidad". Algo le podríamos contar hoy de lo que ocurre en otros lugares...
Orwell eligió lo más difícil: no escribió para su clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia clientela política. No tuvo complejos ante la realidad, sino que aspiró a hacer más compleja nuestra consideración de lo real. Es algo que la pereza maniquea nunca perdona: siempre proclama que se siente "decepcionada" por el maestro que prefiere moverse con la verdad en vez de permanecer cómodamente repantingado en el calor de establo de las certidumbres ortodoxas e inamovibles. Esa decepción proclamada por los rígidos le parecía a Orwell indicación fiable de estar en el buen camino: "En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas". Esta toma de postura atrajo sobre él no sólo los malentendidos, quizá inevitables, sino también la calumnia. Estalinistas de esos que han olvidado que lo son le acusaron (a final de los años noventa del pasado siglo) de haber facilitado una lista de intelectuales comunistas a los servicios secretos ingleses. La realidad, nada tenebrosa, es que a título privado ayudó a una amiga que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores buscando intelectuales capaces de contrarrestar la propaganda comunista en la guerra fría, señalándole a quienes por ser sectarios o imbéciles le parecían inadecuados para la tarea. Los mismos que se pasan la vida denunciando agentes al servicio de la CIA o fascistas encubiertos no se lo perdonaron... ni se lo perdonan. Yo mismo tuve que defenderle no hace muchos años de esa calumnia en las páginas de este diario.
La actividad literaria de Orwell fue muy variada: novelista, desde luego, pero también perspicaz crítico literario, analista político y social, así como cronista de la guerra civil española y de la vida cotidiana de trabajadores y marginados en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Incluso puede considerársele sin exageración pionero de lo que luego se llamó "nuevo periodismo", con crónicas ensayísticas tan inolvidables como
Matar a un elefante, evocación de su estancia en la India. Sin embargo, al valorar la actualidad de su obra, conviene no olvidar que estuvo muy apegada a la circunstancia histórica que vivió. Sus dos relatos de ficción más logrados, 1984 y Rebelión en la granja,se han convertido por mérito propio en mitos perdurablemente sugestivos de las amenazas de esclavitud espiritual y material que caracterizaron el lado siniestro de la pasada centuria. Como otros mitos, se han salido de lo literario para llegar a ser arquetipos que se acomodan a nuevas salsas políticas y más recientes inquietudes. Pero lo cierto es que ya hemos rebasado en más de un cuarto de siglo la fecha en la que Orwell situó su distópico futuro. Y su estupendo ensayo El león y el unicornio revela desde la primera frase el momento en que fue concebido: "Mientras escribo, seres humanos altamente civilizados vuelan sobre mi cabeza, tratando de matarme". De modo que no se le pueden pedir análisis sobre nuestros problemas actuales ni menos soluciones pertinentes a ellos. Lo que sigue vigente de Orwell es sobre todo su actitud de apego a la verdad, conciencia de lo colectivo y carencia de pose estetizante. No hay autor más alejado de la posmodernidad que él...Frente a quienes le han denostado, otros tratan de beatificarle, lo que sin duda también habría rechazado. A propósito de Gandhi (a quien admiraba y detestaba a partes iguales) escribió: "A todos los santos deberíamos juzgarles culpables hasta que demuestren su inocencia". Por su parte él tuvo la inocencia más limpia y menos discutible, la del coraje. Aunque conoció los horrores de la guerra nunca fue pacifista (el pacifismo le parecía una curiosidad psicológica, no un movimiento político) y hubiera preferido la muerte en combate a ese otro destino sobrevalorado, la muerte llamada natural "que significa, casi por definición, algo lento, nauseabundo y atroz". George Orwell murió de tuberculosis en 1950, a los cuarenta y siete años.